lunes, 24 de septiembre de 2012

Las confesiones de Aníbal Quevedo a poco tiempo de morir.


Del cuaderno de notas de Aníbal Quevedo (páginas 437-438, El fin de la locura de Jorge Volpi)


¿Por qué de pronto todos me vuelven la cara? ¿Qué pueden saber ellos? Cualquier lector de Tal Cual puede comprobar que hemos mantenido nuestra independencia crítica sin cortapisas. Yo no he permitido un solo acto de censura. ¿No es ése nuestro mayor logro? Entonces, ¿por qué insisten en lincharme? Los mismos que antes me llamaban a diario para saber si yo podía publicar sus engendros —como ese Mario Montano— son los que ahora me lapidan. De pronto se revelan como almas puras, indignadas por mis turbias maniobras, cuando todo el mundo sabe que ellos han medrado con el poder desde hace décadas, que ellos se han aprovechado de sus conexiones políticas para obtener todo tipo de favores, que ellos cobran sueldos y compensaciones en varias secretarías de Estado y oficinas de gobierno a cambio de las notas que publican en los diarios. Lo que no logro entender es por qué la gente da crédito a sus calumnias. ¿Por qué los toman en serio y en cambio me impiden defenderme? La razón es muy simple: porque, en un país como el nuestro, un chivo expiatorio siempre resulta conveniente, distrae la atención y libera las energías negativas. Si al menos hubiese un árbitro que dijese: el que esté libre de culpa que tire la primera piedra...
* * *
Lo confieso: tengo miedo. Una cosa es criticar al demonio a la distancia, lanzándole dardos envenenados desde la cómoda atalaya de la crítica, y otra muy distinta penetrar en el interior mismo del Hades —de su conciencia— y retarlo a la cara. Lo hice, y ahora debo pagar las consecuencias. Si suspendí las sesiones de análisis fue porque no me revelaban nada que yo no conociese o sospechase de antemano —el gran misterio del poder radica, justamente, en su falta de misterio—, pero al hacerlo me he condenado a padecer su furia. Es mi culpa. No puedo decir que ignorase el peligro que me aguardaba —Claire me previno una y otra vez—: yo me obstiné en aceptar el reto y me dejé conducir hacia sus fauces. Es demasiado tarde para lamentarlo: la sutil maquinaria del poder se ha puesto en marcha. Una vez más se ha cumplido el maleficio. Ahora debo decidir qué hacer: pactar con él y traicionarme o resistir su ira hasta el final.



Michel Foucault, cínico (página 439-441, El fin de la locura de Jorge Volpi)

¿Es ésta la verdad? ¿Y éste soy yo? El círculo se cierra, forzado por una retórica de la pasión que me rebasa, y al fin regreso al punto de partida. ¿Habré traspasado tantas pruebas y tantos peligros sólo para volver a este lugar? Hace más de veinte años me interné por primera vez en los angostos pasillos de la Salpêtrière, convencido de que en sus sótanos habría de encontrar esa verdad que tanto anhelaba. ¿Cuál? La mía, por supuesto: la verdad de los anormales y los maniacos, la verdad de los locos y los delincuentes, la verdad de los rebeldes... Sepultado en sus archivos subterráneos, renové la condena de los infelices miembros de mi raza. Arrinconado por esas historias que también constituían mi historia, por esa infinita variedad de padecimientos, delirios, alucinaciones, procesos y muertes, me arriesgué a componer una imagen de mí mismo sin necesidad de recurrir a los tormentos de la confesión.
Ahora, tres décadas después, regreso para rendir cuentas ante el tribunal erigido por mí mismo en este sitio. ¡Resulta tan ridículo morir en primera persona! ¿Fallecer no significa extraviar ese pronombre que nos sobrepasa, abstenerse de juzgar y de opinar, olvidar los secretos que ni siquiera conocemos? Lo he repetido tantas veces que mi pánico se ha convertido en un lugar común: desconfío de los psicoanalistas y de los sacerdotes, de los preceptores y los maestros, de los médicos y de los políticos... Ellos no hacen otra cosa que gobernarte para que reveles por la fuerza lo que eres; asumiendo la vieja consigna que liga indefectiblemente el saber con el poder, pretenden conocerte para que luego sea más sencillo dominarte. ¡Cuidado! Los individuos ejemplares no son quienes se desnudan delante de los otros —exhibicionistas lamentables—, sino quienes se inventan a sí mismos. Por eso yo prefiero mantenerme al lado de esa infame turba compuesta por los locos, los criminales, los perversos. ¿No se trata de una enumeración bastante clara? ¿Por qué los escojo a ellos? ¿Por qué me siento tan bien al lado de los marginados y los tránsfugas? La psicología no basta para explicar mis motivos; de nada serviría desenterrar los pecados de mi infancia, la ira de mis padres, la soledad de quien se asume diferente. Si lo pregunto no es para obtener una respuesta, sino para adivinar por qué he vuelto a este sitio y por qué me duele tanto el recorrido.
Conócete a ti mismo. La vieja consigna del oráculo de Delfos ha servido de pretexto para animar un sinfín de búsquedas y de autobiografías: aléjate del mundo y de sus distracciones, olvida la ley y el universo de los otros y concéntrate en lo único que importa, en lo único que vale: tu verdad. Pensemos en Sócrates. ¿Qué hace el anciano filósofo al ser confrontado con este mandato? Pervierte a la juventud con sus consejos, dialoga con los otros, invoca la razón y la justicia... En vez de cumplir con el oráculo, trastoca sus consejos y, sin darse cuenta, funda la profesión de confesor. Sólo más adelante, cuando al fin decide enfrentarse con la muerte, es capaz de comprender, in extremis, que al traspasar esta última prueba —al aceptar su sacrificio—, cumplirá la sentencia dictada por los dioses. Sólo cuando bebe la cicuta, Sócrates se conoce a sí mismo. Algo similar le sucede a San Antonio en el desierto. El eremita abandona a sus semejantes y se interna en esa penosa ascesis porque piensa que allí, encima de esa arena ardiente que calcina sus talones y debajo de ese cielo impávido que apenas lo consuela, sofocado por el hambre y el calor, podrá encontrarse a sí mismo. Abandonado a su suerte, nadie escucha sus clamores ni perdona sus lamentos. Por eso se le aparece el demonio. Para escapar del infierno, necesita soportar su tortura para aproximarse a la verdad. Como el resto de los hombres, San Antonio sólo sabrá quién es luego de haber pecado.
Los cínicos, esos sabios desatendidos, lo entendieron todavía mejor. Según ellos, sólo quien se precipita en las tinieblas tiene derecho a atisbar la luz. Diógenes es la representación misma del rebelde, del hombre que nunca se somete y nunca se deja gobernar. Desnudo y rabioso, no duda en burlarse de Alejandro Magno, se masturba en la plaza pública, encomia el canibalismo y el incesto, y se entrega sin pudor al dominio de las furias... Diógenes es el loco: el hombre que renuncia al mundo y sólo se preocupa de sí mismo. Es el único filósofo que cumple cabalmente con el oráculo de Delfos. Como él, yo también he querido oponerme a los poderosos, desafiar las normas, someter mi cuerpo a los estragos del dolor, gozar en medio de las tinieblas, trascender los límites, rozar la lucidez al hundirme en la desmesura de la sinrazón. Después de mucho ensayar y practicar, reconozco que éste ha sido mi camino; no es bueno ni malo, pero es el mío, del que ya no me arrepiento y que ya no oculto. ¿Será ésta mi verdad? ¿Y éste seré yo? El círculo se cierra. ¿Habré traspasado tantas pruebas y tantos peligros sólo para volver a este lugar? Hace más de veinte años me interné por primera vez en los angostos pasillos de la Salpêtrière, convencido de que en sus sótanos habría de encontrar esa verdad que tanto anhelaba. ¿Cuál? La mía, por supuesto: la verdad de los anormales y los maniacos, la verdad de los locos y los delincuentes, la verdad de los rebeldes...
Aníbal Quevedo, «El último día, IV»,
Tal Cual, octubre de 1989

1 comentario:

  1. Divertimento foucaultiano:

    http://www.youtube.com/watch?v=WveI_vgmPz8

    http://www.youtube.com/watch?v=S0SaqrxgJvw

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